Cuando tenemos la sensación pesimista/realista que nos acercamos al final de una civilización, que nuestro modelo de producción y consumo está destruyendo nuestro entorno y haciendo inhabitable nuestro planeta a causa de la contaminación. Cuando la normalización del crimen permite que partidos políticos y personas vinculadas a escándalos de corrupción, a ambos lados del Atlántico, se presenten como candidatos a elecciones, ¡y las ganen!
Cuando vemos que las empresas buscan la ganancia económica a corto plazo, y a cualquier coste, depredando el mercado. Cuando los refugiados hacinados en el borde de la Europa opulenta hieren nuestra vista (y a algunos, aún románticos, también nos hiere el alma). Cuando nuestras hijas e hijos están expuestos a Internet y a una publicidad salvaje; cuando la intimidad y la vida privada son un espectáculo público; cuando la esclavitud (incluida la infantil) conviven con los tratados que las prohíben, cuando el ciudadano es un consumidor… Y un preocupante etcétera de hechos que nos golpean en nuestra vida cotidiana… un cambio se gesta y se plasma con fuerza.
La fuerza que tiene lo que nace de arriba y se filtra hacia abajo de manera imparable, movido por la necesidad funcional (único ideal que habla el lenguaje del mercado).
¿Qué es lo que está ocurriendo? El propio mercado está en riesgo
Los costes de la corrupción y el despilfarro de recursos resultan insostenibles, no sólo en términos económicos y medioambientales, sino también reputacionales. Las pérdidas que generan los riesgos que entrañan comportamientos desviados resultan muy superiores a los beneficios que pueden reportar.
Los mercados necesitan estabilidad, confianza, reglas de juego claras, aceptadas y compartidas por sus actores, que lo doten de la certeza precisa para operar, y que sean entendidas, compartidas y cumplidas de manera igualitaria.
Los escándalos, la corrupción y la inestabilidad van en sentido contrario. Impiden una negociación con bases sólidas, generan desconfianza permanente y aumentan exponencialmente los riesgos, con su reflejo en las cuentas de resultados y en cotizaciones bursátiles.
Por ello, la globalización del mercado conduce a la necesidad de globalizar también sus normas legales y éticas a escala planetaria.
Los programas de compliance, las normas de buen gobierno corporativo y los catálogos de medidas de responsabilidad social corporativa se están convirtiendo (ya lo son para las empresas multinacionales y los sectores regulados), en un requisito imprescindible. No sólo para evitar la responsabilidad penal de personas jurídicas y/o Administradores, como se explicaba al aprobarse la reforma del Código Penal LO 1/2015 de 31 de marzo, y referirse a modificaciones introducidas por el artículo 31 bis y concordantes del Código Penal; sino en una condición exigible para poder acceder, o no ser expulsado, del mercado global.
Compliance (cumplimiento), supone no sólo establecer protocolos de actuación que protejan a la empresa de riesgos penales. Supone adoptar y adaptarse a un amplio catálogo de normas en materia laboral, de competencia desleal y administrativa, entre otras, propias y adaptadas a la actividad y riesgos de cada compañía, que promuevan el progreso respetuoso y el bienestar interno de la empresa y externo del medio en que opera.
Establece (autorregulación) un código ético, fielmente integrado, respetado y con reflejo efectivo y real en todos los ámbitos de la vida y actividad de la empresa. El programa de compliance, que en todos los casos debe impulsarse desde la cúpula de la empresa (tone from the top), constituye un sello distintivo de calidad, capaz de abrir mercados y fidelizar clientes satisfechos; equipos de trabajo comprometidos y alineados con los objetivos de su empresa; y empresas integradas y comprometidas con la mejora de su entorno social.
Andrea Accuosto